miércoles, 13 de noviembre de 2024

Todos somos migrantes: a quién coño le importa donde haya nacido cada cual, somos personas....

La palabra migrante

Las fronteras son inventos de ocasión, efímeros. Nacer en un lugar no te hace dueño de él


Cayuco escoltado por Salvamento Marítimo hasta el puerto de La Restinga, en El Hierro, en el que viajaban 81 migrantes, 
entre ellos tres niños y tres mujeres. ... Gelmert Finol (EFE)




Cada palabra tiene su forma de ser rara, pero algunas son más raras que otras. La palabra migrante lo es con originalidad y distinción: son especialmente raras las palabras que dicen algo y su contrario. Noche no dice día, pasión no dice calma, yo no dice vos ni tú ni usté y, sin embargo, uno que se va y uno que viene, un emigrante y un inmigrante son migrantes. Todos son migrantes: que vengan o se vayan solo es punto de vista.


Todos somos migrantes: hace unos 100.000 años nuestros ancestros salieron de sabanas africanas y empezaron a repartirse por el mundo, y nunca más paramos. Si miramos cualquier lugar con la suficiente perspectiva —esa que los políticos y los periodistas esquivamos tanto— veremos que fue ocupado a lo largo de la historia por migrantes y más migrantes y más. Y cualquier corte en la cadena, cualquier ilusión de estabilidad y apropiación, es arbitrario y falso.


Digamos por ejemplo que aquí mismo, en el centro de la Península, hacia el siglo VIII predominaban los godos, unos germanos que habían inmigrado 200 años antes, pero llegaron unos migrantes moros decididos y, con el tiempo, otros muy enfáticos que venían del Cantábrico. Después lo llamarían reconquista, después la llamarían España —en 1812, no se crea—, pero su origen fue la migración violenta de unos astures y gallegos que se movieron hacia zonas donde sus mayores nunca habían vivido, y las fueron okupando, y después siguieron y siguieron. Y lo mismo en cada época y en cada lugar: las sociedades y las personas se mueven, se desplazan, cambian. ¿Qué lapso logra que una población se crea autóctona, legítima ocupante de tal sitio? ¿Cuánto tarda en volverse un “pueblo originario”? ¿Un siglo, medio siglo, cuatro siglos, seis horas y tres cuartos?


Y sin embargo ahora el “problema” de los in-migrantes se ha transformado en uno de los grandes temas europeos: uno de los argumentos más incisivos, más decisivos que emplean los partidos de distintas derechas para hacerse votar; el que más usa la prensa que se les vende para venderlos. Hay algo allí que es cierto, fascinante: somos testigos —¿somos testigos?— de un cambio cultural de primer orden. El oeste de Europa, adonde habían migrado entre los siglos V y XV, con y sin armas, personas de tez más clara y cristianismos varios, está variando su matriz de población: ahora alrededor de un cuarto de sus habitantes tiene raíces árabes y africanas, y muchos le piden menos a Cristo que a Mahoma.


(Lo cual se debe, más que nada, a la soberbia de aquellos blancos que salieron a conquistar el mundo hace 500 años. De a poco los echaron, y de sus antiguas colonias llegaron y llegan a sus territorios millones de personas. Pero la descolonización no fue solo que los blancos perdieran el control directo de África, India, Indochina y lo demás; es que esos países nuevos poderosos avanzan sobre el resto del mundo y, entre otras cosas, cambian las sociedades europeas).


A muchos no les gusta. Conocemos esa raza, tan multirracial: la de quienes temen los cambios y pretenden que todo debe seguir como ellos lo encontraron cuando empezaron sus pequeñas vidas. Lo que se presenta hoy en Europa como derecha es el oportunismo de los políticos que intentan aprovechar ese miedito, los intentos desesperados de resistirse a la inevitable renovación de nuestras sociedades. Para lo cual inventan todo tipo de infamias sobre esos inmigrantes, que es lo primero que hacen los conservadores para defenderse antes de recurrir a métodos más contundentes.


Las sociedades siempre cambian; esos miedos y reac­ciones también forman parte del proceso. Hoy estas derechas los aprovechan y les va espantosamente bien. En estos años en que la izquierda perdió mucho caudal político por defender las identidades de las minorías, la derecha ganó mucho por defender la —supuesta— identidad de la mayoría: la patria, por supuesto.

Lo grave es que la izquierda tampoco parece entender estos cambios, y no ofrece maneras de acompañarlos en paz y beneficio de todos. Supongo que, para empezar, debería recuperar una de sus bases, el internacionalismo, y gritar que a quién coño le importa donde haya nacido cada cual, somos personas. Que las fronteras son inventos de ocasión, efímeros, y organizarse —­realmente organizarse— a partir de esas ideas, y a partir de ellas ponerse serios, casi intolerantes: explicar a sus sociedades que nacer en un lugar no te hace dueño de él, que todos somos dueños de nada, que todos somos iguales porque somos distintos. Y que al que no le guste, que emigre al país de Nomeacuerdo —y mande fruta.

Debería bastar una imagen tan trágica -a la vez que tan normal- como esta para detener la guerra.

Sin tono, sin acento, sin expresión


¡Joder, piensen en esos niños que parecen recién sacados de la cama, y no para ir al colegio!


 
Palestinos desplazados se sientan en un automóvil dañado mientras huyen de la parte oriental de Khan Younis
 tras una orden de evacuación israelí el 7 de octubre de 2024.
Hatem Khaled (Reuters / Contacto


Esta es la foto: la de los colchones y las mantas atadas de cualquier forma al techo medio hundido de un viejo automóvil. Hay gente que al huir carga con el territorio del sueño, más que por razones de orden práctico, por la convicción inconsciente de que entre sus entretelas quedan restos oníricos que no pueden ir al desguace o a la hoguera, o adonde sea que vayan a parar los colchones desechados, los colchones muertos. Los desplazados (forma eufemística de huidos) cargan a menudo con ellos porque es una forma de poner a salvo los sueños, que de otro modo serían bombardeados e incendiados como el resto de los bártulos que hasta ayer equipaban sus hogares.

Ahí tienen una familia de palestinos, con toda su intimidad al aire libre, dentro de un vehículo astroso que quizá tenga menos gasolina en el depósito que esperanza queda en las cabezas de sus ocupantes. Lo más probable es que no lleguen a ningún sitio. Debería bastar una imagen tan trágica -a la vez que tan normal- como esta para detener la guerra. ¡Joder, piensen en esos niños que parecen recién sacados de la cama, y no para ir al colegio! Trata uno de imaginar qué haría en tal situación (observen que el coche ni siquiera tiene parabrisas) y se queda atónito, es decir, sin tono, sin acento, sin expresión, se queda uno en suspenso, espantado, lleno de extrañeza. ¿Adónde voy con estos colchones y estas mantas, con estos críos convertidos ya en meros enseres, con esta vida tan provisional, tan efímera, tan transitoria? ¿Adónde va esta pobre humanidad incapaz de vivir una vida propia sin cobrarse la de otros?


El Mal existe porque los tibios de corazón se lo permiten.

 

Breve catálogo de malos

Decía Elie Wiesel, superviviente del Holocausto, que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia


Retrato de Nicolás Maquiavelo (1469-1527) grabado según Stefano Ussi (1822-1901)
Stefano Bianchetti (Corbis / Get



Toda la vida me ha fascinado el tema del Mal. Y lo escribo con mayúsculas porque me refiero a esa maldad tan colosal e inexplicable que te vuelve loco. Sin duda es uno de los grandes problemas del ser humano; las religiones se han inventado para darle un sentido al Mal, con el fin de que no nos destruya. De hecho, quizá no haya nada más importante a lo que tengamos que enfrentarnos que esos dos enigmas tenebrosos que son el Mal y la muerte. Por qué existe el Mal. Por qué tenemos que morirnos.


Ya se sabe que, según los expertos, hay un dos por ciento de psicópatas (no confundir con los psicóticos, que padecen una enfermedad mental) que son capaces de todo, porque carecen de empatía y utilizan fríamente al prójimo para su beneficio. Y a esos hay que añadir cerca de un diez por ciento de psicopatoides y narcisos, gente también muy tóxica, manipuladora y egocéntrica. En total, un buen pellizco de personas muy malas. Pero malísimas, vaya. Prácticamente todos los grandes monstruos de la Historia deben de proceder de esa cantera.


Pero no es de esos de los que quiero hablar hoy, sino de los malos menores, unos individuos que en realidad no tendrían por qué ser unos miserables, pero que lamentablemente se dejan llevar. Como, por ejemplo, los malos por pereza ética e intelectual. Son esa gente sin sustancia, carente de ambiciones e inquietudes, cuya máxima aspiración consiste en vivir lo mejor posible con el mínimo esfuerzo. Lo cual hace que, entre otras cosas, sean grandes consumidores de fake news y de cuanta trola social les pase cerca, porque verificar los datos o pararse a pensar les resulta cansino. A esta categoría debían de pertenecer muchos de los que se apresuraron a retuitear, el pasado agosto, que el autor de los apuñalamientos sucedidos en el Reino Unido era un inmigrante musulmán radical, una noticia falsa que provocó aquella espeluznante ola de violencia racista en todo el país. Resumiendo: ellos mismos no serían linchadores, son demasiado vagos, pero son quienes azuzan para linchar.


Luego están los malos con heridas pero sin reflexión (como en el caso anterior, la dejación del pensamiento tiene consecuencias peligrosas), que son aquellas personas que arrastran un sufrimiento, un rencor y una furia que no han sabido razonar ni asumir. Estos son los ejecutores del Mal y pueden llegar a ser atroces. Yo diría que una parte de los agresores en la violencia de género viene de ahí (otros son directamente psicópatas), así como muchos de los causantes de la violencia social. El gran neurólogo Robert Sapolsky cuenta en su libro Compórtate cómo el odio alivia, por desgracia, la angustia de quienes no saben manejar sus emociones.


Cerraré este somero e incompleto catálogo con los malos por miedo. Y ahí hay una división muy importante; por un lado, están aquellos que sienten un miedo insuperable. Imagina la época del nazismo, y que tu vecino judío viene a aporrear tu puerta para pedirte ayuda, y que no abres. Lo que estás haciendo es horrible, pero el pavor te tiene paralizado. Yo veo ahí una disculpa, aunque arrastres esa mancha toda la vida. Pero luego está el miedo social, o, por mejor decir, la conveniencia. No defiendes a tu amigo del instituto al que están acosando, y no porque pienses que también puedan pegarte a ti, sino porque no quieres pasar a formar parte de los pringados de clase. Este apartado puede envilecerse hasta lo infinito con aquellos malos que lo son para sacar tajada. Esto es, su temor no es a descender en la escala social, sino a no ascender lo suficiente. Son todos aquellos que se pliegan siempre al poder que mas conviene: los chaqueteros, los más papistas que el Papa, los que escupen al vecino judío si está delante un gerifalte de las SS, porque en realidad el vecino les da igual. Quiero decir que no hay ideología ni odio, sino cálculo. Y se las apañan para cegar su conciencia solo en el rinconcito justo que les permite medrar; en lo demás, hasta pueden parecer encantadores (¿qué tal Juan Goytisolo alardeando de pureza ética y luego permitiendo que su amante violara a su nieta?). Estos malos, en fin, son los que más me angustian, los que más aborrezco. Decía Elie Wiesel, superviviente del Holocausto, que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Y esa fría indiferencia de parásito es lo más aterrador del ser humano.

El Mal existe porque los tibios de corazón se lo permiten.