La palabra migrante
Las fronteras son inventos de ocasión, efímeros. Nacer en un lugar no te hace dueño de él
Cada palabra tiene su forma de ser rara, pero algunas son más raras que otras. La palabra migrante lo es con originalidad y distinción: son especialmente raras las palabras que dicen algo y su contrario. Noche no dice día, pasión no dice calma, yo no dice vos ni tú ni usté y, sin embargo, uno que se va y uno que viene, un emigrante y un inmigrante son migrantes. Todos son migrantes: que vengan o se vayan solo es punto de vista.
Todos somos migrantes: hace unos 100.000 años nuestros ancestros salieron de sabanas africanas y empezaron a repartirse por el mundo, y nunca más paramos. Si miramos cualquier lugar con la suficiente perspectiva —esa que los políticos y los periodistas esquivamos tanto— veremos que fue ocupado a lo largo de la historia por migrantes y más migrantes y más. Y cualquier corte en la cadena, cualquier ilusión de estabilidad y apropiación, es arbitrario y falso.
Digamos por ejemplo que aquí mismo, en el centro de la Península, hacia el siglo VIII predominaban los godos, unos germanos que habían inmigrado 200 años antes, pero llegaron unos migrantes moros decididos y, con el tiempo, otros muy enfáticos que venían del Cantábrico. Después lo llamarían reconquista, después la llamarían España —en 1812, no se crea—, pero su origen fue la migración violenta de unos astures y gallegos que se movieron hacia zonas donde sus mayores nunca habían vivido, y las fueron okupando, y después siguieron y siguieron. Y lo mismo en cada época y en cada lugar: las sociedades y las personas se mueven, se desplazan, cambian. ¿Qué lapso logra que una población se crea autóctona, legítima ocupante de tal sitio? ¿Cuánto tarda en volverse un “pueblo originario”? ¿Un siglo, medio siglo, cuatro siglos, seis horas y tres cuartos?
Y sin embargo ahora el “problema” de los in-migrantes se ha transformado en uno de los grandes temas europeos: uno de los argumentos más incisivos, más decisivos que emplean los partidos de distintas derechas para hacerse votar; el que más usa la prensa que se les vende para venderlos. Hay algo allí que es cierto, fascinante: somos testigos —¿somos testigos?— de un cambio cultural de primer orden. El oeste de Europa, adonde habían migrado entre los siglos V y XV, con y sin armas, personas de tez más clara y cristianismos varios, está variando su matriz de población: ahora alrededor de un cuarto de sus habitantes tiene raíces árabes y africanas, y muchos le piden menos a Cristo que a Mahoma.
(Lo cual se debe, más que nada, a la soberbia de aquellos blancos que salieron a conquistar el mundo hace 500 años. De a poco los echaron, y de sus antiguas colonias llegaron y llegan a sus territorios millones de personas. Pero la descolonización no fue solo que los blancos perdieran el control directo de África, India, Indochina y lo demás; es que esos países nuevos poderosos avanzan sobre el resto del mundo y, entre otras cosas, cambian las sociedades europeas).
A muchos no les gusta. Conocemos esa raza, tan multirracial: la de quienes temen los cambios y pretenden que todo debe seguir como ellos lo encontraron cuando empezaron sus pequeñas vidas. Lo que se presenta hoy en Europa como derecha es el oportunismo de los políticos que intentan aprovechar ese miedito, los intentos desesperados de resistirse a la inevitable renovación de nuestras sociedades. Para lo cual inventan todo tipo de infamias sobre esos inmigrantes, que es lo primero que hacen los conservadores para defenderse antes de recurrir a métodos más contundentes.
Las sociedades siempre cambian; esos miedos y reacciones también forman parte del proceso. Hoy estas derechas los aprovechan y les va espantosamente bien. En estos años en que la izquierda perdió mucho caudal político por defender las identidades de las minorías, la derecha ganó mucho por defender la —supuesta— identidad de la mayoría: la patria, por supuesto.
Lo grave es que la izquierda tampoco parece entender estos cambios, y no ofrece maneras de acompañarlos en paz y beneficio de todos. Supongo que, para empezar, debería recuperar una de sus bases, el internacionalismo, y gritar que a quién coño le importa donde haya nacido cada cual, somos personas. Que las fronteras son inventos de ocasión, efímeros, y organizarse —realmente organizarse— a partir de esas ideas, y a partir de ellas ponerse serios, casi intolerantes: explicar a sus sociedades que nacer en un lugar no te hace dueño de él, que todos somos dueños de nada, que todos somos iguales porque somos distintos. Y que al que no le guste, que emigre al país de Nomeacuerdo —y mande fruta.