domingo, 31 de agosto de 2025

“Si Dios no existe, todo está permitido”

Nihilismo y barbarie

La negación de nuestra singularidad como especie es un freno brutal para la exigencia de un comportamiento decente entre los seres humanos


Un vuelo militar despega del aeropuerto de Kabul dejando atrás a personas que esperan para huir de los talibanes, el 23 de marzo de 2021.
Marcus Yam (Los Angeles Times / Getty Images)




A la hora de sostener la necesidad de la creencia en algún ser omnipotente y garante final de la justicia, suele evocarse un pasaje célebre de Los hermanos Karamazov de Dostoievski. La moral se sustentaría en la esperanza de recompensa o en el temor al castigo, de ahí que la desaparición de la referencia a un principio trascendente supondría la matriz del nihilismo: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Todo, incluidos los extremos de barbarie en los que el mundo está hoy inmerso y que, de Oriente Próximo a las fronteras meridionales de Estados Unidos, sin excluir zonas de Europa, común denominador en la liberación de la pulsión tendiente al abuso de quienes son percibidos como débiles.

No cuestionando el argumento de que la moralidad exige confianza en que algún componente de nuestra condición posibilita un comportamiento no limitado a la darwiniana “lucha por la subsistencia”, quiero sin embargo apartar el foco de la idea de dios y proyectarlo sobre otra renuncia que efectivamente abre las puertas al nihilismo y con ello a la barbarie, al repudio de toda exigencia subjetiva por contribuir a la dignificación de nuestra especie. Me refiero a la negación, tan presente en nuestra cultura, de la idea de la singularidad vertical del ser humano, idea un tiempo sustentada en postulados religiosos, pero perfectamente reivindicable, y de hecho reivindicada, por el laicismo ilustrado.

El humano es un animal raro. Vive en la paradoja de ser un mero eslabón de la historia evolutiva, y al tiempo ser testigo de tal cosa, interrogándose sobre su naturaleza y teniendo certeza de la propia finitud. Esta condición de testigo de su propio ser supone una diferencia singular respecto de todo otro ente, inerte o vivo, natural o artificial. Pues bien:

Si se niega esta premisa, si se declina la responsabilidad de asumir lo excepcional de nuestra presencia en el cosmos, si se enfatiza la obviedad de que el hombre es un ser vivo entre otros, si se perciben las diferencias genéticas en el seno de nuestra especie como más relevantes que las que nos separan de otras especies y, sobre todo, si se estima que ese rasgo diferenciador de la especie humana que es la capacidad de lenguaje no es de orden diferente a los códigos de señales propios de tal o cual especie animal... si se cae en esta modalidad primordial de nihilismo, entonces, efectivamente hay peligro de que todo parezca permitido. Empezando por la abyecta modalidad de dirigismo político consistente en jalear la disposición de individuos que, impotentes ante los poderosos canalizan hacia seres más débiles la animadversión que, conscientemente o no, albergan contra los primeros.

Con mayor generalidad, la negación de nuestra singularidad es un freno brutal para la exigencia de un comportamiento decente entre los seres humanos, es decir, un comportamiento que no instrumentaliza a los congéneres. Pues, en efecto: ¿por qué el no usar al ser humano sería más imperativo que el no servirse de otros seres vivos, si se niega la diferencia jerárquica entre unos y otros? En los trágicos días de agosto de 2021, el entonces ministro de defensa británico cedió a su posición inicial tendiente a impedir que un avión saliera de Kabul hacia Heathrow con doscientos canes y setenta gatos, mientras miles de personas pugnaban por un vuelo que les librara de la amenaza de los rebeldes talibanes. Pero la polémica, y hasta la indignación que provocó este episodio, sólo se justifica si se considera que, dada su radical singularidad, la existencia de un ser humano no es de ninguna manera homologable a la de otros animales, por mucho que el lazo afectivo con estos forme ya parte de nuestra herencia, sino genética, sí al menos cultural. De lo contrario, ¿qué tiene de extraño que una famosa actriz francesa defienda (¡desde hace ya cuatro decenios!) el ofensivo discurso contra poblaciones inmigrantes del fundador del entonces llamado Front National, a la vez que milita por la causa de una variedad de mamíferos a su juicio mucho más merecedores de atención que ciertos franceses originarios del sur del Mediterráneo?

Una de las paradojas de ese episodio de Kabul fue que el avión fue designado como Arca. Lamentable guiño al mito de la catástrofe por las aguas, y a la tarea heroica de Noé en la misma, que encierra una gran lección sobre nuestro ser y nos da una clave de conducta: hemos de ser garantes de la persistencia de la diversidad de la vida… porque somos el único ser que puede hacerlo. Quizás por la misma razón que somos el único ser que puede efectivamente introducir el daño gratuito en la naturaleza, es decir el mal (al que la naturaleza es ajena, cuando descarga la lluvia torrencial, como es ajena al bien que supone el descenso de las aguas) y a la vez sustentar en tal violencia las relaciones humanas, es decir, la esencia de la barbarie.

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Víctor Gómez Pin: es catedrático emérito de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.

martes, 22 de julio de 2025

Los grandes asesinos de la Historia llevan un elefante muerto en el corazón...

 

El ‘ranking’ de la infamia

Que no me vengan con esas pamemas de la actividad ancestral de la caza cuando de lo que en realidad se trata es del Poder


Colección de animales disecados del cazador Marcial Gómez Siquiera, 
fotografiados en los pabellones de caza de su casa de La Moraleja en 2019.
Luis Sevillano

Cuando viajé por vez primera a la India en 1981 me llamaron la atención una serie de hombres y mujeres que a veces veías por la calle; vestían raídas ropas blancas, llevaban mascarillas y, sobre todo, al caminar iban barriendo el suelo por delante de sus pies con una escoba. Eran jainistas, en concreto monjes del jainismo, una de las muchas religiones que hay en la India. Se originó en el siglo VI antes de Cristo y sus seguidores no creen en ningún dios, aunque sí creen en el alma y en irla perfeccionando hasta alcanzar un estado divino. Y esto se consigue fundamentalmente por medio de la ahimsa, que es la no violencia. Por eso se tapan nariz y boca, para no tragar inadvertidamente algún insecto, y barren por delante de sus pies, para no pisar a criatura alguna. Los jainistas que no han consagrado su vida al ascetismo no son tan extremistas, claro está; se casan, tienen hijos y muchos se dedican a los negocios con enorme éxito, porque son fiables, laboriosos, gente honesta y buena. Pero todos siguen los principios de la ahimsa, por supuesto, y, además de ser vegetarianos estrictos, mantienen al parecer algunas costumbres curiosas, como cenar cuando todavía hay luz natural porque la artificial atrae a los insectos y aumenta el riesgo de una deglución accidental.

Me he acordado de esos seres delicados con la publicación de las repugnantes fotos de los cazadores españoles. Supongo que un jainista vomitaría al ver a esos pretenciosos carniceros rodeados de despojos. A mí me faltó poco. Hablo de la lista de grandes depredadores mundiales que ha sacado la oenegé británica CBTH (Campaña para la Prohibición de la Caza de Trofeos). De los 20 primeros matarifes del mundo, 15 son estadounidenses, 3 rusos y los 2 restantes, ay, españoles (qué vergüenza). Y además señalan a otro español que no ha participado en competiciones y que por eso no ocupa un lugar oficial, pero que, por el destrozo causado según cuenta él mismo en un par de libros que escribió sobre su psicopática afición, estaría en el puesto número 1 del ranking de la infamia. Se trata de Tony Sánchez-Ariño, de 95 años, en la actualidad retirado en Valencia, pero que exterminó a 1.317 elefantes, 340 leones, 167 leopardos, 127 rinocerontes y 2.093 búfalos africanos. Incluso alardea de haber matado dos gorilas, una salvajada que yo considero igual a un asesinato. Las otras dos perlas patrias de este collar de sangre son Marcial Gómez Sequeira, expresidente de Sanitas (puesto 8), que ha masacrado a 2.000 animales (incluido un mono de Camerún: hace falta tener un temple infanticida), y José Martí Ruano, cofundador del bufete de abogados Larrauri & Martí, en el puesto 10. Toda esta información, y mucha más, viene en dos magníficos reportajes de Rafa de Miguel y de Clemente Álvarez en EL PAÍS. También hay espeluznantes fotos, como una de Gómez Sequeira sentado cual orondo cacique en su casa de La Moraleja, un lugar dantesco lleno de tigres, leones y antílopes disecados de cuerpo entero, cabezas de cérvidos por doquier y una multitud tan abigarrada de cadáveres, en fin, que la barroca escena parece sacada de una película de narcos.

Y es que de eso estamos hablando, sin duda. Del poder. Como los narcos, lo que quieren es mostrarse así de poderosos. Que no me vengan con esas pamemas de la actividad ancestral de la caza o incluso de la conservación de la naturaleza (estos tipos se atreven a decir cualquier cosa), cuando de lo que en realidad se trata es del Poder, con mayúsculas. El Poder de la vida y de la muerte, la destrucción de algo tan grande y hermoso como un paquidermo, por no hablar del dineral que necesitas para pertenecer a semejante liga de matones. El Poder es ese veneno que pudre y recorre todas las relaciones humanas, y que, cuando se hipertrofia, perdida la conciencia del respeto a la vida, ausente todo control civilizado y la más elemental noción de la ahimsa, llega a causar las grandes carnicerías de la Humanidad. Quiero decir que esta misma embriaguez de sangre y de dominio conduce al final a atrocidades como la de Gaza. En su hermoso ensayo El poema de la fuerza (1940), la filósofa Simone Weil dice que el Poder es una fuerza tan omnipresente e inevitable como la gravedad, una pulsión despiadada, destructora y adictiva. Los grandes asesinos de la Historia llevan un elefante muerto en el corazón.


domingo, 29 de junio de 2025

La corrupción es consustancial a las dictaduras...

El ángulo oscuro

La historia nos enseña que a los hombres poderosos se les terminan perdonando sus corrupciones y atropellos



Fernando Vicente




Si no lo creo, no lo veo. Cuando los sospechosos son los nuestros, solemos ser más ciegos a sus corrupciones y transgresiones. Nada nuevo bajo el sol ni entre las sombras: la combinación de fachada respetable y cloacas abusivas remonta al pasado más remoto. A lo largo de los siglos han visto la luz oscuros desmanes de gobernantes, hombres de negocios, poderosos magnates, intelectuales, individuos respetables y aparentemente alejados de cualquier mancha, con alta opinión de sí mismos. Con frecuencia, estos atropellos han sido absueltos por el imaginario colectivo: a sus señorías se les perdonan las fechorías.

No se suelen mencionar los turbios negocios del célebre Julio César, aplaudido por sus victorias militares y ensalzado en crónicas gloriosas que escribió él mismo sin pudor en elogiosa tercera persona. Según Montesquieu, fue Julio César quien generalizó la costumbre de corromper como mecanismo de financiación política. El coste de sus carísimas campañas electorales agotó su fortuna; así que, como narra Suetonio, pidió préstamos, vendió alianzas, extorsionó. Había una relación causal entre sus deudas y sus guerras. Convirtió su gobierno provincial en una gran ofensiva de conquista, la más sangrienta que emprendió Roma. El historiador afirma que en la Galia destruyó ciudades enteras para costear su carrera con el pillaje y la venta de prisioneros como esclavos. Acabaría forzando las puertas del mismísimo Tesoro público y apoderándose de miles de lingotes de oro y millones de sestercios. Este dechado de virtudes republicanas dejaría su nombre inscrito en una amplia cartografía de títulos imperiales: césar, zar y káiser.

En la civilización romana, cuando los autores de la época mencionan la palabra “amistad” en relación a gobernantes, ricos y aristócratas, conviene sospechar. En general aluden a relaciones clientelares, complicidades y redes de intereses creados. Así sucedió con un clásico de la literatura, Salustio, amigo del mismísimo Julio César, quien lo nombró gobernador de una rica provincia africana. Allí explotó la región a base de extorsiones y rapiñas que escandalizaron a sus contemporáneos. Sus administrados entablaron un proceso judicial contra él, del que salió indemne gracias a su poderoso benefactor. Se rumoreó que Salustio pagó a César una generosa comisión de las ganancias del saqueo.

El elocuente Cicerón se encaprichó de una lujosa casa en el Palatino por la que pagó tres millones y medio de sestercios. Bromeando con un amigo por carta, admitió que se había endeudado hasta las orejas: “Estaría dispuesto a unirme a una conspiración si hubiera alguna que me aceptase”. Los préstamos de las adquisiciones inmobiliarias se solventaban ya entonces con oscuras complicidades políticas.

La palabra “corrupción”, que proviene del latín, significa “unirse para quebrantar”. Habla del pacto entre el poderoso tentado por una oferta ilícita y el particular seducido por un atajo rentable para lograr contratos o beneficios. Una moneda con dos caras—duras. Ante cualquier escándalo, regresa la conveniente estrategia de la generalización exculpatoria: resulta más fácil disculpar los desmanes propios con el manido argumento de las trampas ajenas. Pero la honradez existe, y universalizar las culpas es tan solo una victoria de los impunes. Como la corrupción es una amenaza constante y una tentación perpetua en todos los engranajes políticos y económicos, no debe cesar la lucha por desenmascararla, conocer sus límites, diferenciar sus grados y desmantelarla una y otra vez. Aspirar a una vida pública honesta exige fortalecer los contrapesos y cortapisas, aumentar los controles, acrecentar el equilibrio entre poderes, robustecer las leyes.

Los gastos electorales en Roma, antes de la era de la publicidad y las apariciones televisivas, eran ya enormes, y los candidatos invertían su fortuna personal. Por eso, quienes habían pagado por conseguir un cargo se afanaban para multiplicar sus bienes al desempeñarlo. Algunos se dedicaron a depredar los territorios que les habían sido confiados en las tierras conquistadas. Desde antiguo existen invasiones de extranjeros depredadores que se apoderan de todo, y se llaman imperialismo. Frente a la grandilocuencia de las gestas, convendría reivindicar a los justos. Algunos legisladores romanos trataron de hacer frente a la malversación con reformas audaces, como las de Cayo Graco. Ya en el siglo II a. C. comenzó un debate profundo sobre cuáles debían ser las normas y los principios éticos para gobernar. Se creó un juzgado permanente, con el propósito de indemnizar a los perjudicados en los territorios vencidos por la extorsión de sus gobernantes. Conocemos con detalle los procesos y las acusaciones de la época republicana porque hubo juicios contra quienes abusaron de sus cargos.

Sin embargo, paradójicamente, cuando la podredumbre emerge y cunde la decepción, algunos reclaman la vieja receta mesiánica: la nostalgia de autarquías pasadas, el espejismo de la mano dura y la sed de líderes salvadores. Para una parte de las sociedades, el autoritarismo es una cualidad valiosa en un mandatario, e incluso sostienen que un Gobierno dictatorial puede ser mejor que uno democrático. Los romanos cayeron en esa trampa: durante la crisis de la República entregaron enormes recursos económicos y militares a hombres fuertes y les consintieron actuar sin límites, soñando una ingenua restauración del orden. El devenir histórico desembocó, en realidad, en una nueva era despótica, donde todos quedaron sometidos al incalculable poderío de sus príncipes, que acapararon el poder y dispusieron de todo sin rendir cuentas.

Los emperadores eran infinitamente más ricos que el romano más acaudalado: confiscaban tierras, utilizaban las recaudaciones fiscales a su capricho, poseían una pequeña urbe de 20.000 esclavos a su servicio, heredaban todo Egipto como territorio privativo de la corona y engordaban sus arcas gracias a los botines de las guerras que ellos mismos declaraban. Cuentan que Calígula nombró cónsul a un caballo hispano, su favorito, al que adornaba con collares de perlas. Le regaló una villa con jardines y un cortejo de cuidadores a su exclusivo servicio. En una época de constantes desahucios, Nerón hizo construir una mansión, la Domus Aurea, que se extendía por 50 hectáreas en el centro de Roma, con incrustaciones de oro, marfil y piedras preciosas en sus 300 habitaciones, además de un planetario propio. Cuando cruzó el umbral por primera vez, exclamó: “Al fin puedo empezar a vivir como un ser humano”. La corrupción es consustancial a las dictaduras: el miedo hace desaparecer las denuncias —por demasiado peligrosas—, la arbitrariedad carece de contrapesos y el clientelismo se convierte en ley.

Relajar la vigilancia sobre los regalos, donantes multimillonarios, negocios con criptomonedas, intercambios de favores, transacciones turbias y vertiginosos aumentos patrimoniales de nuestros dirigentes nos empuja a una pendiente resbaladiza. Sin inspecciones al acecho, aumentan las tentaciones de cohecho. Hay que exigir más control sobre el poder para defender mejor lo público, ya que la corrupción es también una forma de privatización. Las declaraciones de principios se complementan con declaraciones de bienes. Donde se necesita investigar, cuidado con desregular. El autoritarismo no es la solución, solo la disolución de las herramientas para combatir a los corruptos. Peligramos si todo se pliega al poder de la riqueza, porque la libertad de todos depende de los límites del dinero. Aunque parezca contradictorio, confiar en la democracia supone recelar de las personas en quienes delegamos poder: la honradez espontánea aumenta en proporción al número de ojos vigilantes. Así impedimos que se desintegre la integridad.