jueves, 11 de abril de 2024

Sobre la degradación moral de la actual humanidad...

 

La poesía como brazo (perverso) de la barbarie

Una antología de las Fuerzas de Defensa de Israel incluye poemas que expresan deseos de venganza y pinta el combate en Gaza como una guerra religiosa. Su objetivo, “elevar los espíritus en tiempos de guerra”


Shamsidin Fariduni, uno de los sospechosos de matar a 144 personas en Crocus City Hall, Moscú, 
con muestras de haber sido torturado, este 25 de marzo.
SHAMIL ZHUMATOV (REUTERS)




Cuando el pacto básico que mantiene unida a una sociedad se derrumba (que es lo que al parecer está sucediendo en todo el mundo), proliferan los rumores absurdos y las teorías conspirativas. Incluso cuando la falta de sentido del mensaje es obvia (o tal vez, sobre todo en esos casos), este puede evocar temores y prejuicios muy profundos.


Un ejemplo perfecto (del que ya he hablado en otra ocasión) se dio a fines de agosto de 2023, cuando un sacerdote llamado padre Antonio roció ceremoniosamente con agua bendita una estatua de Stalin de casi ocho metros en la región rusa de Pskov. La Iglesia padeció en tiempos de Stalin, pero el sacerdote explicó que “gracias a eso tenemos muchos nuevos mártires y confesores de la fe rusos a los que rezar y que nos ayudan en el resurgimiento de nuestra Patria”. Este razonamiento está apenas a un paso de decir que los judíos deberían agradecer a Hitler por crear las condiciones que hicieron posible el Estado de Israel. Puede parecer exagerado o un mal chiste, pero es la posición declarada de algunos extremistas sionistas cercanos al gobierno israelí.


Para comprender el éxito de esta argumentación perversa, debemos señalar ante todo que en los países desarrollados, la agitación y las revueltas tienden a estallar cuando la pobreza ha retrocedido. Las protestas de los años sesenta (de los soixante-huitards en Francia a los hippies yippies en Estados Unidos) se desarrollaron durante la edad dorada del Estado de bienestar. Cuando la gente vive bien, empieza a desear todavía más.


También hay que tener en cuenta el plus de placer que puede traer consigo la perversión social y moral. Basta pensar en el reciente ataque de Estado Islámico en el Crocus City Hall moscovita, donde asesinaron a 144 personas. Lo que algunos llaman ataque terrorista, otros lo llaman acto de resistencia armada en respuesta a la destrucción masiva causada por el ejército ruso en Siria. En cualquier caso, después del ataque sucedió algo notable: las fuerzas de seguridad rusa no solo admitieron que habían torturado a los sospechosos arrestados, sino que también lo mostraron en público.


“En un gráfico vídeo publicado en Telegram”, escribe Julia Davis (del Center for European Policy Analysis), “a uno de los detenidos le cortan una oreja y luego el interrogador le obliga a comérsela”. No extraña que algunos radicales israelíes vean en Rusia un modelo sobre cómo tratar a los miembros de Hamás arrestados.


Los funcionarios rusos no hicieron esto solo para disuadir a futuros atacantes, sino también para complacer a los miembros de la propia tribu. “Nunca esperé algo así de mí”, escribe Margarita Simonyan, una propagandista rusa que dirige la agencia de noticias estatal RT, “pero cuando veo que los meten en la sala encorvados, e incluso lo de la oreja, siento una satisfacción inmensa”. Y el fenómeno no se limita a Rusia. En Tennessee (Estados Unidos), algunos legisladores quieren que a los condenados a muerte se los vuelva a colgar en público (y por si fuera poco, de un árbol).


¿Dónde está el límite? ¿Por qué no recuperar la práctica premoderna de torturar en público hasta la muerte a los acusados de delitos? O lo que es más importante, ¿cómo es posible llevar a gente “normal” al punto en el que sea capaz de disfrutar viendo esos espectáculos sádicos?


La respuesta breve es que se necesita la clase de poder que solo pueden poseer el discurso mítico, la religión o la poesía. Como explicó Ernst Jünger, reticente compañero de ruta de los nazis: “Toda lucha por el poder va precedida de una destrucción de imágenes y de iconoclasia. Por eso necesitamos poetas: ellos inician el derribo, incluso de titanes”.


Es posible ver que la poesía desempeña un importante papel en Israel. El 26 de marzo, Haaretz publicó un artículo que explica “cómo las fuerzas armadas de Israel usan la poesía de venganza para realzar la moral de las tropas”. Una antología publicada por las Fuerzas de Defensa de Israel incluye poemas que “expresan un deseo de venganza y retratan el combate en Gaza como una guerra religiosa”. En un anuncio del 13 de octubre en el que las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel) solicitan colaboración, se invita a los posibles voluntarios a “embarcarse en un viaje poético y reavivar el grandioso espíritu israelí” con el objetivo de “elevar los espíritus en tiempos de guerra”.


Al parecer, las referencias del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu a Amalec (el enemigo bíblico de los judíos en la Torá) después del 7 de octubre no fueron suficientes. Había que completarlas con versos modernos. O tal vez la cita bíblica de Netanyahu transmitió más de lo deseado. Al fin y al cabo, según el Viejo Testamento, cuando los judíos errantes llegaron a las colinas encima del valle de Judea donde vivían los amalecitas, Jehová se les apareció y ordenó a Josué matarlos a todos, incluidos niños y animales. Si eso no es “limpieza étnica”, entonces el término no significa nada.


No olvidemos que de Alemania se decía que era una tierra de Dichter und Denker (poetas y pensadores), antes de que virara a Richter und Henker (jueces y verdugos). ¿Y si las dos versiones son más cercanas de lo que parece? Si nuestro mundo se está convirtiendo en un mundo de poetas y verdugos, necesitaremos más jueces y pensadores para contrarrestar la nueva tendencia y recuperar el anclaje moral.


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Traducción: Esteban Flamini

Slavoj Žižek, profesor de Filosofía en la Escuela Europea de Posgrado, es director internacional del Instituto de Humanidades Birkbeck en la Universidad de Londres y autor de Christian Atheism: How to Be a Real Materialist (Ateísmo cristiano: cómo ser un verdadero materialista) (Bloomsbury Academic, 2024).

Copyright: Project Syndicate, 2024. www.project-syndicate.org

jueves, 4 de abril de 2024

Sobre quien predica la empatía indiscriminada...

Mucho ojo con la empatía

Quien predica la empatía indiscriminada no tiene ni idea de lo que es la empatía: o es un demagogo o no la ha practicado



Nadal sostiene el trofeo del US Open 2019. ... TIM CLAYTON (CORBIS/ GETTY)



Es la palabra de moda, sobre todo entre nuestros políticos, que predican la empatía para todo el mundo, a todas horas y en todas partes. Hace años, cuando nadie usaba la palabra, la reivindiqué en esta columna a propósito de un diálogo entre dos novelistas: J. M. Coetzee y Paul Auster. Natural: empatizar con alguien significa comprenderlo, sentir a fondo con él, ponerse en su piel, y a eso nos dedicamos los novelistas: a identificarnos con todos, incluidas por supuesto las bestias más inmundas. También lo hacen los actores: Laurence Olivier, digamos, con el Ricardo III de Shakespeare; Al Pacino con el Michael Corleone de El padrino; Javier Bardem con el Anton Chigurh de No es país para viejos, o Juan Diego con el señorito Iván de Los santos inocentes (o el Franco de Dragon Rapide). Eso es empatía.


Pero eso es también ficción. En la realidad, las cosas cambian: aquí conviene administrar la empatía, controlarla, fijarle unos objetivos dignos y unos límites razonables, en particular por parte de quienes, a base de tanto practicarla en la ficción, olvidamos que la realidad funciona con otras reglas y que, en ella, lo bueno llevado al extremo casi siempre se convierte en malo. Un ejemplo. Hace años publiqué una novela sobre un periodista fracasado que se llamaba como yo y que encontraba una forma de redención contando las vidas paralelas y contrapuestas de un olvidado jerarca falangista y un anónimo soldado republicano; la novela tuvo un éxito imprevisto, y empezaron a llamarme periodistas fracasados en busca de redención. Feliz con la acogida del libro, yo estaba encantado de cenar con ellos y escuchar sus penas, de compartirlas y solidarizarme con sus fracasos. En vano intentaba explicarles, sin embargo, que aquella novela no era un reportaje, como decía su narrador, sino una ficción —del mismo modo que el inventor de don Quijote y Sancho no es un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, aunque el narrador del Quijote diga que sí lo es—; en vano intentaba explicarles que, aunque el narrador de la novela lleva mi nombre, no soy yo —del mismo modo que el yo inventado de un poema no es el yo real del poeta—. Todo inútil: no había forma humana de convencerlos de que el protagonista de la novela no es un servidor, y acabábamos a las cinco de la mañana, yo seguro de ser un periodista fracasado y los dos fundidos en un abrazo, llorando y borrachos como cubas, igual que si fuéramos personajes de Dostoievski. En definitiva: una calamidad que a punto estuvo de hundirme en el alcoholismo. ¿Y qué decir de mis problemas de empatía con Rafa Nadal? Baste recordar que alguna vez he estado hablando sobre literatura ante un público atentísimo y generosísimo mientras, por debajo de la mesa, de vez en cuando consultaba en mi móvil el resultado de un partido de primera ronda entre Nadal y Kudla en el Abierto de Acapulco. ¡Qué vergüenza, Dios santo! Recuerdo la final del US Open 2019, que Nadal jugó contra Medvedev. Rafa ganó los dos primeros sets, pero el ruso lo barrió en los dos siguientes y empezó ganando el quinto, imparable. Era la una de la madrugada y yo estaba tan taquicárdico, viendo que se nos escapaba la final, que pensé que iba a darme un síncope; así que tuve que tomarme un tranquimazín y meterme en la cama, dando por hecha la derrota de Nadal. Pero, pese al ansiolítico, hacia las tres o las cuatro me despertó la ansiedad y, con el corazón en la garganta, consulté el móvil: el cabronazo había ganado, y yo me puse a pegar saltos de alegría en mi dormitorio a oscuras, hasta que desperté a mi mujer, convencida de que acababa de estallar la III Guerra Mundial. Alcaraz, óyeme bien: te va a seguir tu abuela.

Así que mucho ojo con la empatía. En la ficción, ancha es Castilla; pero la realidad, insisto, es otra cosa: aquí, bien dosificada es genial, pero cuidadito con identificarse con monarcas sanguinarios, mafiosos neoyorquinos, psicópatas de pesadilla, señoritos carpetovetónicos o dictadores eternos, que puedes acabar votando a Vox o JuntsxCat. En suma, quien predica la empatía indiscriminada no tiene ni idea de lo que es la empatía: o es un demagogo o no la ha practicado nunca.


domingo, 3 de marzo de 2024

Sobre el pavoroso silencio de lo doméstico...

El dolor vecino

Nos esforzamos en no implicarnos con nuestro entorno. Es algo intuitivo, una defensa egoísta propia de la gran ciudad


ISTOCKPHOTO / GETTY IMAGES




Debo confesar que hace mucho tiempo que me da miedo asomarme a los periódicos. No creo ser la única persona a la que le sucede; en mi caso, eso sí, el temor ha ido empeorando. Puede que la realidad sea cada vez más inhóspita, pero además es probable que yo vaya estando más blandurria, más frágil. También es natural. Contra lo que se suele pensar, estoy convencida de que cuando somos adolescentes poseemos una resistencia casi pétrea, pese a la facilidad con la que se llora en esa época (siempre por uno mismo: es una edad egocéntrica). Y es en la madurez tardía o en la vejez cuando el pellejo se te afina, cuando llueve sobre mojado porque ya has visto o vivido muchos dolores, cuando te conviertes en una princesa que ya no soporta el mínimo bulto de un guisante.


Y ni siquiera estoy hablando de los grandes horrores (Gaza, Ucrania, Sudán…) sino de sucesos más menudos, de un desconsuelo cotidiano que a veces se desborda. El otro día coincidieron estas dos historias: un hombre de 56 años, Carlos, quiosquero jubilado, sufrió un accidente doméstico y falleció, y su madre, una mujer incapacitada de 87 años de la que él cuidaba, murió en su cama de hambre y sed sin poder pedir ayuda. Los descubrieron, por el olor de la descomposición, casi un mes más tarde. Vivían en pleno Madrid y Carlos era el presidente de turno de la comunidad de vecinos. Que nadie se percatara antes de su ausencia me deja anonadada. Si esta noticia-guisante no te ha causado ya suficientes moretones en el espíritu, te cuento otra que venía al lado: en Petrer (Alicante), a las 7.30 de un día lluvioso y helador, un hombre se encontró con un bebé de 18 meses que caminaba solo por una de las calles del extrarradio. Estaba descalzo y desnudo salvo por el pañal y lloraba llamando a su madre. La policía localizó a la familia y al llegar a la casa encontraron indicios de consumo de estupefacientes. El niño quedó bajo la tutela de la abuela materna.


Aparte de que, como ya he escrito en algún artículo, la pesadilla de la droga parece estar volviendo, estos dos casos me resultaron especialmente demoledores por su proximidad doméstica y por nuestra ceguera. Los ancianos que mueren sin que nadie se dé cuenta no son novedad, por desgracia. Lo mismo que los niños maltratados ante la indiferencia de los vecinos. Pero se diría que la frialdad social está en aumento. Por todos los santos, ¡pero si el quiosquero era todavía bastante joven y entraba y salía! Y, aun así, no lo vieron. Mea culpa: me temo que yo tampoco miro lo suficiente alrededor. Creo que nos esforzamos en no implicarnos con nuestro entorno. Es algo inconsciente, instintivo, una defensa egoísta propia de la gran ciudad. Demasiadas preocupaciones tengo, demasiado trabajo, ya cargo con mis obligaciones afectivas, mi familia, mis amigos, no voy a liarme la vida con los desconocidos. Nos sobra la gente. Nos molesta.


En 1980 pasé seis meses en Inglaterra mientras escribía una novela. Recuerdo que me impactaron los anuncios televisivos de una campaña gubernamental: si ves que se acumulan las botellas de leche o el correo en la puerta de tu vecino, actúa, decían. Y también: acostúmbrate a llamar de cuando en cuando a las personas mayores de tu calle o tu edificio para ver cómo están. Los mensajes me dejaron pasmada por la atomización social que reflejaban. Y me sentí superior porque en España eso no ocurría. Desde entonces ha transcurrido casi medio siglo; en 2018 la situación había empeorado tanto en Gran Bretaña que crearon un Ministerio de la Soledad y, en cuanto a nosotros, creo que podemos decir que nos hemos integrado plenamente en la tóxica modernidad del no ver, no hablar y no escuchar.


Es el pavoroso silencio de lo doméstico: una oscuridad que se agolpa al otro lado de las paredes de tu casa y de la que no queremos saber nada. A veces la ignorancia es fácil porque los compañeros de edificio son, en efecto, callados. Viejos que tienen la trágica elegancia de morirse solos con discreción. Pero en otras ocasiones hay ruidos demasiado inquietantes, niños y perros que lloran durante horas o días, escandaleras de golpes y de gritos, y yo diría que ni siquiera ahí, por lo general, hacemos algo. Qué vergüenza. Nos espantamos por la matanza de la lejana Gaza (que sin duda hay que hacerlo), pero no somos capaces de interesarnos por el dolor vecino.