sábado, 17 de junio de 2023

Hablar y morir

 

Los ataques químicos son un intento de encerrar a las niñas iraníes. Muchas madres tienen miedo de enviarlas al colegio



Protesta en Nueva York contra el régimen iraní, en marzo.
DAVID DEE DELGADO (REUTERS / CONTACTO)



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Ayer firmé una petición de Amnistía Internacional que exige que se investiguen los envenenamientos de niñas en Irán. Había poco más de 5.000 firmas. Hoy he vuelto a mirar y la cifra tan sólo había ascendido hasta 6.155. Un aumento raquítico. Se diría que las niñas iraníes nos importan muy poco. Ni ellas ni las mujeres encerradas, azotadas y asesinadas por los talibanes, o por el feroz régimen iraní, o por la legión de energúmenos fanáticos que hay en el planeta. Déjame que te cuente en detalle lo de Irán, porque tiene bemoles y lleva sucediendo más de seis meses, pese a lo cual casi nadie se ha enterado de ello. El asunto ha sido pobremente recogido en los medios y no ha habido ningún seguimiento. Sale muy barato envenenar niñas en este mundo.


Los primeros casos fueron a finales de noviembre en un colegio femenino de Qom: de pronto las chicas advirtieron un extraño olor a naranjas podridas y, a continuación, se pusieron enfermas: cefaleas, irritación de nariz y garganta, dificultades respiratorias, vómitos, mareos, taquicardias e incluso entumecimiento de las extremidades. Muchas tuvieron que ser hospitalizadas. Son envenenamientos por gas, ataques químicos, y a partir de entonces se han ido repitiendo mes tras mes en diversas escuelas femeninas de todo el país. Hasta ahora han sido gaseados un centenar de centros educativos y más de 13.000 niñas han tenido que ser atendidas por envenenamiento en los hospitales. Y, aunque este último dato es oficial, las autoridades han intentado minimizar la gravedad del caso, hasta el punto de que el ministro de Salud dijo que no había “evidencia sólida” de que las niñas hubieran sido envenenadas y que “más del 90% de los problemas de salud habían sido causados por estrés y travesuras”, una frase que, además de estúpida, es ominosa. Porque con el estrés parece referirse a lo mal que les sienta a las niñas estudiar (en el mundo árabe hay un resurgir de grupos radicales que abogan por privar a las mujeres de todo conocimiento) y con las travesuras sin duda está aludiendo a la participación de las estudiantes en manifestaciones a favor de los derechos de la mujer y al coraje con el que se quitan el velo. Los ataques químicos, en fin, son un castigo y un intento de encerrar a las niñas en casa. Muchas madres tienen miedo de enviarlas al colegio.


Escribo ahora sobre esta aberración y recuerdo a Malala, a quien un talibán descerrajó un tiro en la cabeza en su Pakistán natal por el simple hecho de querer estudiar. Fue en octubre de 2012. Le tuvieron que serrar la tapa del cráneo y se pasó semanas con los sesos al aire para que su cerebro tremendamente inflamado dispusiera de suficiente espacio; y mientras permanecía así en un hospital de Birmingham (Reino Unido), lo que más le preocupaba a esa niña de 15 años, que no había tenido más remedio que ser adulta desde muy pequeña, era el temor de no poder pagar los cuidados médicos. Me lo contó en la entrevista que le hice meses después, todavía en Birmingham y en rehabilitación, pero ya fuera del hospital. Le habían tapado el cerebro con una placa de titanio, tenía el rostro aún bastante descabalado y algo paralizado y tuvieron que ponerle un implante coclear para poder oír. Desde entonces Malala ha ganado el Nobel de la Paz; se ha graduado en Filosofía, Política y Economía en la Universidad de Oxford; se ha casado y a través de su fundación ha seguido luchando por la educación de las niñas. Espero que no tenga muchas secuelas físicas de su brutal herida: mareos, migrañas, insomnios. Lo que sí debe de tener es un agudo dolor de corazón ante la situación de las mujeres en el mundo; ante el retorno brutal de los talibanes, y ante noticias tan escalofriantes como los envenenamientos de niñas en Irán. En 2014 Malala vino a Valencia a recoger un premio y dijo: “Teníamos dos opciones, estar calladas y morir o hablar y morir, y decidimos hablar”. Se refería a la resistencia contra la ferocidad talibana, pero la frase también se podría aplicar a las niñas y mujeres en Irán, a esas valientes que se juegan la vida por querer estudiar y por quitarse el velo. A esas guerreras que han decidido hablar. Tan heroicas, tan solas y tan olvidadas, igual que las afganas. Qué vergüenza que la comunidad internacional no haga nada.



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