viernes, 12 de diciembre de 2025

Entendí entonces que la escritura, la palabra dicha libremente, puede ser duramente castigada...

Mi primera firma

Decidida a hacer algo por mi madre y mis hermanos, usé lo que estaba en mi mano: la palabra

Mayur Kakade (Getty Images)


La amante de mi padre trabajaba en nuestra misma calle, a solo unos metros. Esa pobre mujer, de la que puedo compadecerme ahora, suponía entonces un riesgo real para la supervivencia de nuestra familia y no porque se hubiera convertido en compañera de parranda en la ya disoluta vida de nuestro padre. Es que todo lo que él ganaba se lo pulía en las juergas que se corría con ella, así que yo, desde la impotencia de mis diez u once años, veía el sufrimiento de nuestra madre que tenía que pelearse con su marido para conseguir cuatro perras con las que comprar comida y pañales para los pequeños. Recuerdo la angustia del frío porque en esa ciudad siempre hacía frío cuando en casa estallaban las tormentas. O un calor sofocante. Da igual. No sé cómo se me ocurrió pero decidí hacer algo para sacar a mi madre y mis hermanos de esa trinchera de la escasez de lo básico y usé lo que estaba en mi mano, lo que había aprendido a dominar desde no hacía tanto: la palabra, la lengua de esa mujer que, según contaba nuestro padre, le pedía que nos mandara a Marruecos. Y la escritura que de repente se me antojó como una arma de autodefensa con la que atacar a la horrible señora. Con la inconsciencia que da no haber “publicado” nunca nada cogí papel y boli y escribí la nota más amenazadora que se me ocurrió: “Deja a mi padre, puta” Y firmé con mi nombre, claro. No se me ocurrió otra cosa. Emocionada por el poder que acababa de descubrir (la posibilidad de influir en la realidad a través de la escritura, de transformar nuestras circunstancias particulares, de hacer justicia y defender a mi pobre madre, que ni sabía escribir ni dominaba el idioma de la “otra”), esperé con una mezcla de excitación y miedo y me tranquilizaba a mí misma diciéndome que yo era la favorita de mi padre y a mí nunca me pegaba. Llegaron ambos y en mitad de la calle él me mostró el papel y me preguntó por puro trámite (quién más podía haber escrito aquello) si esa nota la había dejado yo. Ella, detrás y visiblemente enfadada, esperaba la merecida reprimenda. Y llegó, claro que llegó. Una bofetada con la mano entera, tan grande y tan fuerte. Sentí brotar de mi nariz un líquido que tardé en darme cuenta de que era mi propia sangre. Me quedé aturdida pero me dolió más la humillación en mitad de la calle que el impacto físico. Entendí entonces que la escritura, la palabra dicha libremente puede ser duramente castigada. Mi madre, al enterarse del asunto me preguntó sin creérselo: ¿pero para qué firmas con tu nombre?

viernes, 14 de noviembre de 2025

...hay muchísimo sufrimiento que atender, muchas heridas que cauterizar, mucho trabajo por hacer. Pongámonos a ello.

Sandra y Ana

Nunca antes un suicidio por ‘bullying’ había causado semejante revuelo, un escándalo tan perdurable y profundo


Pintadas en el colegio Irlandesas de Loreto pidiendo justicia para Sandra.
PACO PUENTES


Hace ahora cuatro años publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre acoso escolar titulado Porque lo permitimos. No era el primer texto que escribía sobre el tema, que siempre me ha horrorizado de manera especial. El bullying en la infancia y la adolescencia es un infierno clamoroso y cercano, una tortura cotidiana de cuya existencia todos somos conscientes, aunque, no entiendo por qué, parece que preferimos ignorarla. Precisamente por eso perdura: porque lo permitimos. Y el caso de Sandra, la niña sevillana de 14 años que se ha suicidado tras ser sometida por otras tres chicas a un largo tormento, demuestra dicha permisividad: ese colegio de las Irlandesas de Loreto que no activa los protocolos y que mientras escribo esto aún no ha asumido de modo suficiente la responsabilidad, esas redes que nadie controla y que multiplican el suplicio de las víctimas hasta el infinito.

Una encuesta de 2023 de la ONG Educo.org concluía que el 30% de los chicos y chicas entre 12 y 17 años sufrían bullying. Es decir, casi uno de cada tres. Como, según el INE, en nuestro país hay unos cinco millones de chavales entre los 10 y los 19 años, esto significa, calculando a bulto y por lo bajo, que ahora mismo hay al menos un millón de menores sometidos a un suplicio cotidiano, angustiados y llorando a escondidas por las noches, aterrados de tener que ir cada día a clase. Y sólo estamos a mediados del primer trimestre escolar. Ese dolor y esa humillación son profundamente destructivos. Pueden llegar a matar, como en el caso de Sandra (más que un suicidio es un asesinato), y en cualquier caso dejan terribles cicatrices, traumas a veces insuperables que marcarán la vida entera de esos chicos. Cada año, cuando comienza el curso, pienso en ellos. En la multitud de criaturas que van a enfrentarse al sufrimiento. Maldito sea el sistema que permite esto, malditas las instituciones, los colegios, los padres que no están lo suficientemente atentos (no sólo a si su hijo está siendo torturado, sino a si su hijo es un torturador), malditos todos nosotros. Es incomprensible e inadmisible que no pueda combatirse este infierno en la Tierra.

Dicho esto, añadiré que, paradójicamente, la tragedia de Sandra me ha infundido ciertas esperanzas. No es, ni mucho menos, el primer suicidio por acoso escolar en España. Recuerdo por ejemplo a Jokin (14 años), que se despeñó desde un acantilado en Hondarribia en 2004 tras dos largos cursos de suplicio; o a Carla (también 14), que en 2013 se arrojó de otro acantilado en Gijón torturada por dos compañeras; o Arancha (16 años), con discapacidad intelectual y motora, que en 2015 se tiró de un sexto piso en Madrid tras sufrir brutales palizas y chantajes de un compañero a la vista de todos, que no hicieron nada. O Diego (11 años), que también en Madrid y en 2015 se lanzó a la muerte desde una quinta planta. Por citar a unos pocos. Pero nunca antes un suicidio por ­bullying había causado semejante revuelo, un escándalo tan perdurable y tan profundo. Tengo el presentimiento de que Sandra puede ser la gota que colma el vaso, el drama que origine un cambio estructural, la Ana Orantes del acoso escolar. Recuerdo muy bien a la valiente Ana, tan linda con su carita dulce y sonriente y su pelo hormigonado de peluquería de barrio, denunciando en 1997, en televisión, el brutal maltrato sufrido durante cuatro décadas a manos de su exmarido, del que había logrado separarse el año anterior. Días después de emitirse el programa, el monstruo la mató quemándola viva. Esta atrocidad marcó un antes y un después en la percepción social de la violencia de género y originó una cascada de leyes y medidas. Han seguido muriendo mujeres (y algunas abrasadas vivas, como Ana), pero la situación sin duda ha mejorado. Porque las cosas cambian si de verdad quieres cambiarlas. Un interesantísimo estudio sobre bullying realizado en 2023 por la Fundación ColaCao y la Universidad Complutense concluía que el 6,2% de los estudiantes (casi 220.000) afirmaba haber sufrido acoso escolar en los dos últimos meses, tanto en persona como en redes, y que el 20,4% (más de 44.000 víctimas) había intentado alguna vez quitarse la vida. Y añadían un dato espeluznante: el 17% de los acosadores presenciales y el 25% de los ciberacosadores también habían intentado suicidarse. Quiero decir que hay muchísimo sufrimiento que atender, muchas heridas que cauterizar, mucho trabajo por hacer. Pongámonos a ello.


domingo, 31 de agosto de 2025

“Si Dios no existe, todo está permitido”

Nihilismo y barbarie

La negación de nuestra singularidad como especie es un freno brutal para la exigencia de un comportamiento decente entre los seres humanos


Un vuelo militar despega del aeropuerto de Kabul dejando atrás a personas que esperan para huir de los talibanes, el 23 de marzo de 2021.
Marcus Yam (Los Angeles Times / Getty Images)




A la hora de sostener la necesidad de la creencia en algún ser omnipotente y garante final de la justicia, suele evocarse un pasaje célebre de Los hermanos Karamazov de Dostoievski. La moral se sustentaría en la esperanza de recompensa o en el temor al castigo, de ahí que la desaparición de la referencia a un principio trascendente supondría la matriz del nihilismo: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Todo, incluidos los extremos de barbarie en los que el mundo está hoy inmerso y que, de Oriente Próximo a las fronteras meridionales de Estados Unidos, sin excluir zonas de Europa, común denominador en la liberación de la pulsión tendiente al abuso de quienes son percibidos como débiles.

No cuestionando el argumento de que la moralidad exige confianza en que algún componente de nuestra condición posibilita un comportamiento no limitado a la darwiniana “lucha por la subsistencia”, quiero sin embargo apartar el foco de la idea de dios y proyectarlo sobre otra renuncia que efectivamente abre las puertas al nihilismo y con ello a la barbarie, al repudio de toda exigencia subjetiva por contribuir a la dignificación de nuestra especie. Me refiero a la negación, tan presente en nuestra cultura, de la idea de la singularidad vertical del ser humano, idea un tiempo sustentada en postulados religiosos, pero perfectamente reivindicable, y de hecho reivindicada, por el laicismo ilustrado.

El humano es un animal raro. Vive en la paradoja de ser un mero eslabón de la historia evolutiva, y al tiempo ser testigo de tal cosa, interrogándose sobre su naturaleza y teniendo certeza de la propia finitud. Esta condición de testigo de su propio ser supone una diferencia singular respecto de todo otro ente, inerte o vivo, natural o artificial. Pues bien:

Si se niega esta premisa, si se declina la responsabilidad de asumir lo excepcional de nuestra presencia en el cosmos, si se enfatiza la obviedad de que el hombre es un ser vivo entre otros, si se perciben las diferencias genéticas en el seno de nuestra especie como más relevantes que las que nos separan de otras especies y, sobre todo, si se estima que ese rasgo diferenciador de la especie humana que es la capacidad de lenguaje no es de orden diferente a los códigos de señales propios de tal o cual especie animal... si se cae en esta modalidad primordial de nihilismo, entonces, efectivamente hay peligro de que todo parezca permitido. Empezando por la abyecta modalidad de dirigismo político consistente en jalear la disposición de individuos que, impotentes ante los poderosos canalizan hacia seres más débiles la animadversión que, conscientemente o no, albergan contra los primeros.

Con mayor generalidad, la negación de nuestra singularidad es un freno brutal para la exigencia de un comportamiento decente entre los seres humanos, es decir, un comportamiento que no instrumentaliza a los congéneres. Pues, en efecto: ¿por qué el no usar al ser humano sería más imperativo que el no servirse de otros seres vivos, si se niega la diferencia jerárquica entre unos y otros? En los trágicos días de agosto de 2021, el entonces ministro de defensa británico cedió a su posición inicial tendiente a impedir que un avión saliera de Kabul hacia Heathrow con doscientos canes y setenta gatos, mientras miles de personas pugnaban por un vuelo que les librara de la amenaza de los rebeldes talibanes. Pero la polémica, y hasta la indignación que provocó este episodio, sólo se justifica si se considera que, dada su radical singularidad, la existencia de un ser humano no es de ninguna manera homologable a la de otros animales, por mucho que el lazo afectivo con estos forme ya parte de nuestra herencia, sino genética, sí al menos cultural. De lo contrario, ¿qué tiene de extraño que una famosa actriz francesa defienda (¡desde hace ya cuatro decenios!) el ofensivo discurso contra poblaciones inmigrantes del fundador del entonces llamado Front National, a la vez que milita por la causa de una variedad de mamíferos a su juicio mucho más merecedores de atención que ciertos franceses originarios del sur del Mediterráneo?

Una de las paradojas de ese episodio de Kabul fue que el avión fue designado como Arca. Lamentable guiño al mito de la catástrofe por las aguas, y a la tarea heroica de Noé en la misma, que encierra una gran lección sobre nuestro ser y nos da una clave de conducta: hemos de ser garantes de la persistencia de la diversidad de la vida… porque somos el único ser que puede hacerlo. Quizás por la misma razón que somos el único ser que puede efectivamente introducir el daño gratuito en la naturaleza, es decir el mal (al que la naturaleza es ajena, cuando descarga la lluvia torrencial, como es ajena al bien que supone el descenso de las aguas) y a la vez sustentar en tal violencia las relaciones humanas, es decir, la esencia de la barbarie.

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Víctor Gómez Pin: es catedrático emérito de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.